Saber de vinos y apreciarlos en todo su significado no es sólo patrimonio de especialistas.
Se trata de una obligación para quienes tienen conciencia que forma parte de nuestras raíces culturales, en un nivel no necesariamente inferior a la música, las artes plásticas o la literatura.
Quien es capaz de apreciar un buen vino es – en suma – un hombre culto.
El complemento de esta bebida con los alimentos es una suerte de arte respecto del cual se han escrito muchas (tal vez demasiadas) recetas.
Sin embargo, no soy partidario de esta tendencia pues la unión entre vino y gastronomía es algo estrictamente personal; es casi una falta de respeto proponer normas rígidas.
En efecto, el ser humano es esencialmente irrepetible, por lo tanto deberían haber tantas recetas como personas existen.
Sin embargo, hay algunas pautas que se funden en nuestra condición biológica común y que van más allá de nuestras individualidades. Resaltan entre otras las siguientes:
Los vinos blancos deben consumirse fríos (entre 8 y 12 grados centígrados) porque así manifiestan mejor sus finos aromas y alcanzan un adecuado equilibrio compatible con su constitución (jugo puro de uva fermentado).
Los vinos rosados, se comportan casi igual que los blancos y son ideales como aperitivos antes de los almuerzos o acompañar las comidas en los días cálidos del verano.
Los vinos tintos, en cambio, se expresan en forma integral a temperatura ambiente (16 a 18 grados centígrados hasta 22 los más complejos), pues suman al aroma, el “bouquet”, olor que se produce al guardarlo en botellas herméticas; estos dos olores sumados constituyen el perfume del vino.
Pero si te gusta un blanco o un rosado a más temperatura y un tinto más frío, eres tú el que te lo tomas, disfrútalo.
La mayor complejidad de los vinos tintos se desprende del hecho de ser jugo de uva fermentado en contacto con los orujos u hollejos de la uva, los que proveen la materia colorante (enocianina) y una serie de sólidos insolubles, que no se encuentran en los vinos blancos.
Por ser menos complejos y más livianos, se recomienda consumir primero los blancos que los tintos y dentro de éstos, antes los más jóvenes o menos complejos.
Son enemigos declarados del vino, pues afectan nuestras papilas gustativas, el vinagre, el limón, los condimentos fuertes aplicados en forma desmedida y los aperitivos amargos.
El vino se aprecia mejor servido en copas grandes y trasparentes, ojalá en forma de balón y grandes como para permitir que se introduzcan en ella la boca y la nariz. Estas copas nunca deben llenarse más allá de un tercio de su capacidad, para permitir agitar el vino para que libere sus perfumes y otras cualidades.
En efecto, el placer de consumirlo se inicia antes del hecho físico de beberlo; su color y brillo son un verdadero regalo para la vista.
Su perfume es un atributo que genera tantas satisfacciones como los que provienen de las flores, la tierra humedecida por la lluvia o el que acompaña a una mujer hermosa.
Al beberlo, ya sea como aperitivo o complemento del placer de comer, podemos apreciar que "el fruto de la vid y del trabajo del hombre” tiene mucho de divino pues contribuye a la convivencia y a la concordia. A través de ellas el ser humano se acerca a lo sublime.
Comentarios
Publicar un comentario